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domingo, 26 de junio de 2016

Teoría del deporte. Agustín García Calvo 1

20111105 Poder. El saltador que volaba
Tenía preparado un texto sobre mi relación con el deporte pero murió Agustín García Calvo el 1 de noviembre y quería hablar de él. He decidido mezclar las dos cosas.  
Desde que los chicos entran en la escuela comienza el entrenamiento para asumir su cuota de poder, lo quieran o no. Para mí fue un baldón más que conocimiento.
Tres años estuve en el castillo San Servando, que a la sazón fascista era un Colegio Menor del Frente de Juventudes, que dependía de Falange porque todo lo relacionado con los jóvenes dependía del partido fascista (excepto los de la Iglesia que dependían de la Iglesia fascista). Como no había mucho donde elegir, mis padres prefirieron los fascistas civiles a los fascistas del clero y en eso les alabo el gusto. En aquella época (hablo de principios de la década de 1960) los fascistas del clero y los civiles, de puro machos, separaban a los hombres de las mujeres. Supongo que para no tener competencia.
Como estudiante era curioso, formal, me aburría mortalmente y no me interesaba nada de lo que era obligatorio. Pasaban los meses y los cursos sin que ningún educador o profesor se diera cuenta de que yo valía para algo. Ni yo tampoco. Y fue el profesor Luna quien me descubrió en una prueba para hacer un equipo de atletismo. Ya debía barruntar algo de mi habilidad para el salto, porque me pidió que probara en longitud. Los mayores, excavaron un foso en la tierra arcillosa y trazaron una raya amontonando arena, desde la que había que saltar. Corrí, salté, me sentí volar y me pase el foso. Había nacido una estrella del atletismo, je, je. No midieron ni falta que hacía. Sin protocolos ni alabanzas me seleccionaron para el campeonato escolar, y el primer refuerzo valioso vino de mi hermano que me dijo que sus compañeros de curso le habían dicho que saltaba mucho, y tuvo la delicadeza, rara en un adolescente, de trasmitírmelo sin puyas ni coñas.
El día del campeonato en el campo de Los Palomarejos había mucha presión. El Sr. Luna nos sacó a todos juntos a calentar (gimnasia al fin y al cabo ¡vaya obsesión!) y los alumnos de otros colegios nos abuchearon por chulos. Y luego salté. Yo era delgadito y poquita cosa, los demás saltadores eran uno o dos años mayores que yo y Mariano Martínez Villalba, mi compañero, fornido. Los chicos que miraban, me abuchearon y se burlaron de mí cuando me preparaba, pero cuando estaba en el aire, se hizo el silencio. Ese instante de silencio, ingrávido y ajeno, es la sensación que me ha acompañado siempre al saltar sin la presión de representar a nadie ni tener nada que ganar. Luego, hubo un murmullo de admiración cuando caí al foso. Salté alrededor de 4 metros, no gané, y el profesor Luna me dijo que sin duda había sido el mejor y que tenía un estilo natural muy bueno; ese segundo refuerzo fue definitivo y me hizo poderoso.
Pero el poder que se adquiere en el deporte no vale cuando uno no busca poder sino emoción y vértigo como era mi caso.
Doce, trece años; en el barrio yo seguía jugando igual, y ser buen saltador no se me veía en la cara ni me daba ningún derecho. El valor y el valer había que demostrarlo día a día y, en cualquier momento: un regate de la imaginación de Rafa, la provocación burlona de Miguelín o la mirada de Aurora me hacían perder toda la seguridad que había depositado en mi habilidad deportiva.
Nunca, en toda mi vida, tuve la tentación de perderme allá donde alguna ley me asegurara el poder (ser hombre, ser fuerte o ser maestro). Me importa demasiado el vértigo de escuchar algo de lo que dicen aquellas que, sin saber nada lo saben todo. Aunque sea peligroso para mí y una renuncia definitiva al poder. En esta situación, ser bueno en el deporte solo ha sido una cuestión de vértigo. Nada de lo que presumir.


Todo esto lo me lo ha explicado Agustín García en “Esos ojos de virgen Magdalena” de su libro: De mujeres y de hombres, de la editorial Lucina editado en 1999

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